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"Nada podemos esperar sino de nosotros mismos"   SURda

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06-03-2013

 

 

 




Se fue Juancito Almiratti

SURda

 

Opinión


José López Mercao


El 27 de febrero, con 80 años sobre las espaldas, se fue Juancito Almiratti, ingeniero de profesión, revolucionario por vocación y poseedor de una personalidad difícil de describir en palabras.

Sin embargo, esa dificultad no estriba en las características sobresalientes de alguno de los perfiles de Juancito, sino en lo contrario, en su total y absoluta sencillez y sobre todo, en el humor que irradiaba permanentemente y seguramente sin proponérselo.

Sobre sus orígenes como militante tengo una ignorancia casi absoluta y creo que esa ignorancia es generalizada, como si Juancito hubiera pasado a la clandestinidad con la celebridad mediática que le otorgaba su título de “ingeniero” y allí hubiera empezado todo. No tengo constancia de militancia anterior, de su participación en otros grupos de izquierda, ni de activismo social, ni de perfiles ideológicos contestatarios, ni de nada. Todo de acuerdo con la sobriedad que rodeaba la figura de Juancito, que un día –él sabría por qué- decidió comprometerse y dejarlo todo, siendo un hombre joven, pero ya un empresario exitoso con un promisorio futuro de buen burgués.

Ayer le pregunté a Azzarella sobre el motivo que lo llevó a la clandestinidad y la respuesta estuvo a tono con el personaje: “Lo único que sé es que una noche recibió una llamada telefónica y cuando colgó dijo: ‘Me tengo que ir'. Y se fue”. Sencillamente, como este miércoles lo hizo de manera definitiva.

Era hombre de temple y un formidable escapista. Creo que una de sus claves era que más allá de su afabilidad, de su capacidad para tratar a todos de la misma manera, de esa sencilla fraternidad que irradiaba, había cosas que las decidía ante sí mismo, sin consultar a nadie. Y tal vez en esa poderosa personalidad de Juancito, que decidía los rumbos de su vida por sí y ante sí, esté la clave de su decisión de darlo todo por una causa que se encontraba en las antípodas de su perspectiva profesional y social.

Eso lo demostró en repetidas ocasiones y la más conocida es su fuga del juzgado al que fue conducido, sin avisarle a nadie que lo haría, aprovechando el instante infinitesimal que la guardia se distrajo, echando a correr por la puerta de salida. Eso es solo una muestra de su carácter decidido y repentinista.

Durante su velatorio me enteré por boca de “Manolo” Domínguez de otro de los rasgos de esa personalidad: su astucia. Días antes Manolo había concurrido al mismo juzgado y a su regreso al Penal de Punta Carretas había sido inquirido por Juancito acerca de las condiciones en que lo llevaron y lo trajeron. Se enteró que en la sede del juzgado le sacaban las esposas, para volver a ponérselas luego de comparecer ante el juez. Le preguntó además si había alguna custodia adicional y Manolo le dijo que en la puerta quedaba un guardia armado con un Mauser. La pregunta de Juancito lo dijo todo: “¿Y tirará?” “Creo que no”, respondió Manolo con gesto dubitativo.

Así fue que cuando le llegó el turno, todo aconteció como lo anticipara Manolo y en el segundo que los guardias se distrajeron y vio la ocasión, Juancito echó a correr hacia la puerta, empujó al fusilero que la custodiaba y emprendió carrera hacia la esquina. Pero en algo se equivocó Manolo: el milico tiró y rozó su sien izquierda con una munición capaz de perforar el mejor blindaje.

Fue un hecho individual y heroico, pero en boca de Juancito era una humorada, sobre todo cuando contaba que al doblar la esquina sintió un ardor en la sien, se llevó la mano allí y se dijo a sí mismo: “¡Shangue!”. Porque así hablaba Juancito, convirtiendo la “s” en “sh” y sorteándose a menudo las consonantes, lo que añadía comicidad a sus relatos de antihéroe, que muy a menudo me hacían recordar a los personajes que interpretaba el inolvidable Alberto Sordi.

Luego, con unos pesos que había preservado dentro de la cárcel, se tomó un taxi y partió con rumbo a la clandestinidad. O así al menos lo contó siempre, lo que nos lleva a otra cualidad de Juan, la de saber ser un noble simulador. No hace 24 horas que me enteré que eso era una mentira. No existían los pesitos, no existió el taxi, sí existió la casa de un colega en las cercanías que a media tarde tuvo el presente griego de Juancito sangrante golpeando en su puerta. Haciendo honor a la amistad lo escondió en el sótano y así capeó lo peor de la tormenta. Obviamente que la ficción del taxi fue un artilugio para preservar a su protector y sólo se lo confió a su amigo del alma, el “Paco” Sclavo que con el adiós de Juan se sintió exonerado de preservar el secreto y me lo confió al pié de su féretro. Resumiendo sus cualidades agregamos otra: era sumamente astuto.

Precisamente con el Paco había hecho sus primeras armas como escapista, cuando los detuvieron con su amigo al volante y aprovechando la oscuridad del camino vecinal y los pastos altos que lo flanqueaban, pese a su corpulencia y su andar lento, supo anticiparse al arresto y se perdió en la oscuridad, recibiendo una avalancha de disparos que milagrosamente no lo tocaron. La narración de esa anécdota también era la del antihéroe: “Me revolcaba entre los yuyos como un gushano y las balas me picaban por todos lados”, contaba, y nos hacía reír sin proponérselo.

Y tenía también la memoria del elefante, noble animal al que se asemejaba por su cuerpazo y su paso cansino. Muchos años después, cuando se pudo encontrar con Manolo, que logró anclarse en el exilio europeo, recordó el incidente y con una sonrisa le dijo: “Hijo de puta, me dijiste que no iba a tirar”. Todo eso ante las protestas de Manolo que decía que eso era sólo una presunción.

También junto a sus restos, Azzarella me contó las circunstancias de su primer arresto, insólitas, como casi todo lo referido a Juan. Estando éste en la clandestinidad, su esposa había recibido un diagnóstico de leucemia de un hijo (que felizmente a la postre resultó falso) y desesperadamente salió a rastrear a su esposo por la geografía de Montevideo. Consiguió el dato de que había sido visto en determinada zona y luego de días de búsqueda lo encontró. Fue así que no fue la pasión sino la angustia lo que los llevó a la casa de citas en que los detuvieron. Se resistió valientemente, de nuevo hubo disparos, algún herido de levedad y después lo que recuerda Azzarella, la formidable paliza que le dieron in situ, que para su esposa significó un recuerdo traumático que llevó de por vida y que para quiénes la escuchábamos de boca de Juan era motivo de regocijo por el humor que ponía en sus detalles. Es que además de todo lo que mencionaba antes, Juancito tenía otra característica, era capaz de desdramatizar todo, sobre todo sus propios padecimientos.

La fuga autogestionada de Juancito nos resultó providencial. Tuvo una participación decisiva en las sucesivas y masivas fugas de compañeras y compañeros, monitoreando con su profesionalidad el proceso de apoyo a las evasiones, tanto desde dentro como fuera de las cárceles.

Su participación fue decisiva también en la expropiación de las libras de Mahilos, uno de los más grandes apoyos a las finanzas de una organización sobrepoblada de clandestinos. Hubo otras cosas, pero él hasta el final de sus días las guardó en su memoria y no seré yo quien quebrante secretos tan bien guardados.

En cuanto a su “torpe aliño indumentario”, al decir de Machado, podríamos decir que el poeta se queda corto. Al menos en la cárcel, la vestimenta de Juancito no se diferenciaba mucho de la de un linyera. A eso agregaba su poca afición al aseo. Así lo recordamos en Punta Carretas, trillando indiferenciadamente con presos políticos o comunes, midiéndolos a todos con la misma vara, escuchando sus confidencias, dando una mano cuando se podía.

El universo de aquella generación era abundante en personajes y magro en prototipos. Podríamos agregar que entre los personajes, el que sobresalía era Juancito. Entre otras cosas porque su humor no era un atributo, sino que era constitutivo de sí mismo. El humorista hace reír a sabiendas de que está logrando ese efecto. El humor, en Juancito, era cosa constitutiva, en su lenguaje, en sus dichos, en la conformación de las frases y en otra de sus grandes cualidades, el prodigioso sentido común que poseía. En más de una ocasión le vi desarticular alguna brillante exposición retórica de algún compañero con una observación que podía parecer perogrullesca, pero que, bien considerada- desmoronaba la pretendida construcción teórica. A ese sentido común me refiero al hablar de Juancito.

Su capacidad para observar y para retorcer el lenguaje, hacía que los apodos que adjudicaba se transformaran en eternos. Tanto es así que cuando llegué al lugar de su velatorio me encontré con Marx Menéndez y Julio Faravelli, con quiénes compartimos cárceles y caminos. Ambos me dijeron que no bien fueron presentados a Juan, inmediatamente los rebautizó. Marx extendió la mano, se presentó y recibió la réplica inmediata: “¿Vos Marx?, Marxito sos vos”, y así quedó para la eternidad. Lo propio sucedió con Julio: “¿Faravelli? Que vas a ser Faravelli, Farabute sos vos”.

Especialmente Marxito me encomendó que hablara también de las pálidas, en este caso, del maltrato que Juancito recibió en el Penal de Libertad cuando ciertas inflexiones dogmáticas nos llevaron a menospreciar a ejemplares compañeros por su origen social y en el caso de Juancito una insuficiente base doctrinaria que hoy veo que era una absoluta estupidez que hacía desconocer una de sus mayores virtudes,  a saber, la robusta sensatez y el apego a la realidad que poseía. Pero más que de maltrato yo hablaría de “ninguneo”, algo que quizás es peor. Creo que eso estuvo limitado a poca gente, particularmente a alguna que quedó por el camino, pero también participaron en eso buenos compañeros influenciados por el clima dogmático que nos había ganado puertas adentro.

Paradójicamente, tengo una opinión matizada de ese “dogmatismo”. Por un lado fue un blindaje ante una situación tremendamente agresiva, por otro lado, fue una herramienta para construir una suerte de realidad virtual que llevó a generar una escala de méritos y deméritos tremendamente injusta y que en algunos casos rondaba lo irracional. Sin embargo, no creo que ese fuera un fenómeno general, ni siquiera relevante. Pero que existió, existió.

Por supuesto que si eso fue percibido por Juancito, seguramente –tal como él diría-, “le importaría un carajo”.

Anoche llamé muy tarde al “Chocho” Paiva –creo que lo desperté- porque, contra mis previsiones, estaba muy triste. Pensé que la personalidad de Juancito me reconciliaría más con la sonrisa que con la tristeza, pero no resultó. Hablando de esas cosas me refirió una anécdota contada por uno de sus hijos, que ilustra que aquello del desaliño, de la aparente indiferencia ante las cosas del entorno era pura apariencia –“puro farol”, como diría él-. En una oportunidad, en tiempos que ejercía la ingeniería al frente de su empresa, encaró la construcción de un enorme silo. Una de las características que tiene esa modalidad de construcción es que los cálculos previos deben ser muy afinados ya que luego que se comienza a hormigonar la suerte está echada. En consecuencia, cualquier error previo, por insignificante que sea, puede dar por tierra con la construcción.

Entonces el hijo contaba que su padre estuvo varias noches sin dormir, yendo y viniendo de su casa al silo, inquieto por el resultado, como un editor se desvela ante un eventual error en las páginas cuando estas están en rotativa y es imposible volver atrás. En más de una ocasión Juancito demostró que esa aparente indiferencia hacia los detalles escondía una naturaleza hiperresponsable.

Poco antes, por su porte y su memoria lo comparé con un elefante. Tenía también algo en común con los paquidermos: una naturaleza cómicamente vengativa. Eran proverbiales sus discusiones constructivas con el “Inge” Manera, que Juancito culminaba lapidariamente: “A mí nunca se me cayó una pared”, cosa que, según Juan, le había sucedido al “Inge” en una oportunidad.

A mí me lo demostró en 1972, cuando estábamos hacinados esperando que nos volvieran a llevar a la tortura. Primero me sucedió a mí. Me sacaron, me dieron la felpeada de rigor y me devolvieron unos días después. Acto seguido le tocó a Juancito, que justamente fue a parar a la misma unidad. Con esa torsión maníaca que teníamos en las circunstancias extremas, cuando le anunciaron a Juancito que lo “flauteaban”, me dio por convencerlo que para resistir los shocks eléctricos me había hecho mucho bien ingerir mucho azúcar. Inventé una teoría estrafalaria e inverosímil sobre la naturaleza de la electrolisis en la sangre y lo hice comer azúcar durante una hora. Al final, cuando no podíamos más de la risa, le di cuenta de que era una broma.

Al retorno, memorioso y vengativo como el buen elefante que residía en él, me dijo: “Y vos no te hagas el vítima, que me dijeron que te la dieron con una picana a pilas. No te me vengas a hasher el héroe”. Me fundió, porque era cierto, la cosa había sido bastante liviana y creo que por esas cosas que uno tiene, la magnifiqué un poco. Nuevamente Juancito me hizo bajar a tierra.

Luego de la fuga, cayó nuevamente en el bolsón del 14 de abril. Yo caí diez días después y nos reencontramos en Cárcel Central, que ofició como posta para llevarnos a Punta de Rieles, hacernos itinerar por cuarteles y dar con nuestros huesos en el Penal de Libertad, donde el azar quiso que a Juancito le tocara el 013, es decir, la “yeta”, lo que es una cuasi demostración de que el humor lo buscaba. Por esos días el Escuadrón de la Muerte, que estaba muy activo, había publicitado una lista de sentenciados a muerte, que estaba encabezada por Alejandro Artucio, maestro de abogados, un ícono entre los compañeros. Por añadidura, Artucio defendía a Juancito, lo que le sirvió para hacer una más de sus humoradas: “Qué me voy a ir yo de acá, botija, si mi abogado es golero del Escuadrón”.

De aquellos días en los que estábamos juntos y hablábamos hasta la madrugada tratando de buscar una explicación a lo que estaba sucediendo, empezamos a hacer –en broma- una especie de librillo que se llamaría “Las citas de Juancito”. Me gustaría recordarlas, pero era la visión del sentido común proyectada sobre la tragedia y debo reconocer (si bien recuerdo el contexto y no los textos) que Juancito, a su particular manera, era más sabio que nosotros. Sólo recuerdo la primera: “Una guerrilla para más o menos ganar tiene que ser medio victoriosa, porque si no cualquier gil se te hace contra”. Lo que remite a otra de las características del Juan, eso del “más o menos”, o del “medio”, es decir, la manera con que relativizaba todo lo que decía, a contrapelo de la pedantería que a menudo nos ganaba, sobre todo a los más jóvenes.

Luego que salimos de Libertad la vida nos fue separando por diferentes caminos. Con Juancito no fue la excepción.

Lo vi más de una vez en la casona del Servicio Ecuménico Solidario (SES), que fue lugar de reunión y de cobijo para todo aquél que precisara una mano, donde se procesaban insumos y apoyos (particularmente para el movimiento cooperativo), donde invariablemente se le encontraba junto al “Paco” Sclavo, como si luego de aquella noche de fuego graneado en la que uno “la quedó” y el otro escapó entre el paso espeso, hubieran decidido no separarse.

Nos encontramos en movilizaciones, en asambleas de ex presos, con una ceguera que progresivamente le iba ganando terreno pero a la que peleaba con su astucia de siempre, haciéndose experto en reconocerte por la voz y hasta por el tacto. Me contaba ayer el “Conguito” que la última vez que lo vio lo hizo de esa manera. Sin palabras, le tocó la cabeza y le dijo: “Estás más alto”. Era otra de sus ironías, en realidad era Juancito el que estaba más bajo.

Me prevenía “Marxito”: “no escribas como esos para los que todos los que se mueren son buenos. Contá cuando se hacía cargo de los papeles del funcionamiento interno y las manos le temblaban, pero igual asumía, como asumió todo siempre, porque era uno de los mejores de entre nosotros”.

Sí, lo recuerdo, como recuerdo que todos convivimos con el miedo (menos Arturo). Y en el balance final doy gracias a la vida por haber vivido todo lo que viví junto a la mejor gente que conocí en mi vida. No es que todos fuéramos “en el buen sentido de la palabra buenos”, como se definía Machado. Es más, creo que esos compañeros buenos, simple y sencillamente buenos que convivieron con nosotros en esos años no eran muchos. Los había. Seres a los que no conocí jamás una mala actitud, por mínima que fuera y que no menciono por pudor. Los demás, con alguna rara excepción, éramos gente con más pliegues o con algún perfil más defectuoso, pero en definitiva, gente muy buena y generosa.

Quiero terminar estas líneas diciendo que a medida que envejezco creo menos en la casualidad y más en la causalidad, menos en Dios y más en los Ángeles, entendiendo por ello a esos mediadores enviados por no sé quién (tal vez por nadie) para revelarnos alguna cosa que teníamos delante de las narices y que, no obstante, permanecía escondida en algún repliegue de la memoria.

Quiso la suerte que al retornar de la despedida a Juancito me cruzara con Javier Miranda, el hijo del escribano Fernando Miranda, cuyos restos fueran encontrados junto a los de Ubagesner Chávez en una chacra de Pando. Lo saludé y no pude evitar recordar que precisamente a esa chacra iba el “Paquito” Sclavo y Juancito cuando los emboscaron y el Juan se les escabulló entre los pastos. No pude evitar recordar que esa madrugada los esperaba en la misma chacra junto a uno de nuestros principales dirigentes. No pude evitar pensar en nuestra huída precipitada de la chacra con un NSU cargado hasta el agobio con cajas que contenían las libras que había expropiado Juancito (una fortuna por entonces) y que meticulosamente me había hecho contar el dirigente, experto en balances.

Recuerdo que luego de muchas vueltas, el jefe me dejó en Montevideo, frente al Mercado Modelo y hubieron de pasar casi tres años para que me enterara que ese prócer, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, había transferido parte de ese tesoro sagrado a su propio bolsillo.

Aún no sé qué cosa fue, pero algo me cerró. Algo que me habla de una historia de padres e hijos, de hombres y de mocosos, de héroes y de tumbas, de fraternidades que van más allá de la muerte y también de traidores. Porque en toda historia que se precie de tal no pueden faltar los mártires, pero tampoco los traidores.

Por entonces tenía diecinueve años y era un chiquilín iluso, algo engreído, lleno de certidumbres y lo suficientemente inmaduro para no darme cuenta que tendría que haber aprendido más cosas de gente como Juancito, que me doblaba en edad. No sé si es o no una fortuna haber sido uno de los más jóvenes de aquella falange y poder escribir estas crónicas de una generación que hoy se está yendo de a poco. Pero sé que tengo que agradecerle a la vida el haber estado entre sus filas y poder hoy conservar en mi retina la última imagen de Juancito, de gorra y pantuflas, con un viejo pantalón y un buzo de color indescifrable, adivinándome por la voz y diciéndome con la sonrisa de siempre: “¿Qué pasha botija?”.

José López Mercao

 

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